Extracto del libro Viviendo mi vida (1931)
Compartimos con ustedes un breve extracto de la autobiografía de la compañera anarquista Emma Goldman titulada «Viviendo mi vida», al cumplirse 84 años de su muerte, ocurrida el 14 de mayo 1940. Elegimos este texto porque devela la gran pasión y voluntad que nace dentro de ella al cruzar su vida con la ejecución de los anarquistas de Chicago en 1886. Un punto de inflexión que cambiará para siempre su camino de vida y que la comprometerá para siempre con la lucha anarquista.
Las reuniones eran generalmente poco interesantes, pero ofrecían un escape a la monotonía gris de mi existencia en Rochester. Allí uno podía oír, al menos, algo diferente de las interminables conversaciones sobre dinero y negocios, y podía conocer a gente de carácter e ideas.
Un domingo estaba programada una conferencia de una famosa oradora socialista de Nueva York. Johanna Greie, sobre el caso que se estaba juzgando en ese momento en Chicago. En el día señalado fui la primera en llegar al salón. El enorme lugar se llenó de arriba abajo de hombres y mujeres anhelantes, mientras que la policía se alineaba a lo largo de las paredes.
Nunca había estado en un mitin tan grande. En San Petersburgo había visto a los gendarmes dispersar pequeñas reuniones de estudiantes. Pero que, en el país que garantizaba la libertad de expresión, policías armados con largas porras, invadieran una asamblea pacífica, me llenaba de consternación e indignación.
Enseguida el presidente anunció a la oradora. Era una mujer de unos treinta años, pálida y de aspecto ascético, con grandes ojos luminosos. Habló con gran seriedad, con una voz vibrante de intensidad. Su estilo me cautivó. Me olvidé de la policía, de la audiencia, y de todo lo que me rodeaba. Solo era consciente de la frágil mujer de negro que clamaba contra las fuerzas que estaban a punto de destruir ocho vidas humanas.
Todo el discurso trataba de los conmovedores acontecimientos de Chicago. Empezó relatando los antecedentes históricos del caso. Habló de las huelgas que se produjeron en todo el país en 1886 en demanda de la jornada de ocho horas. El centro del movimiento fue Chicago y allí la lucha entre los trabajadores y sus jefes se volvió intensa y dura. Una reunión de los trabajadores en huelga de la McCormick Harvester Company de aquella ciudad fue atacada por la policía; hombres y mujeres fueron golpeados y varias personas murieron.
Para protestar contra aquella atrocidad, se convocó un mitin multitudinario en la plaza de Haymarket para el 4 de mayo. Tomaron la palabra Albert Parsons, August Spies, Adolph Fischer y otros, y fue tranquila y pacífica. Esto fue testimoniado por Carter Harrison, alcalde de Chicago, que había asistido al mitin para ver qué es lo que estaba pasando. El alcalde se marchó, satisfecho de que todo iba bien, e informó al capitán del distrito sobre este punto.
El cielo se estaba nublando, empezó a caer una lluvia fina, y la gente comenzó a dispersarse, solo unos pocos se quedaron mientras uno de los últimos oradores se dirigían a la audiencia. Entonces, el capitán Ward, acompañado de una numerosa fuerza policial, apareció repentinamente en la plaza. Ordenó a la gente que se dispersara en el acto. «Esto es una asamblea pacífica», respondió el presidente, después de lo cual la policía cargó contra la gente, golpeándolos sin piedad.
Entonces algo resplandeció en el aire y explotó, matando a un numero de oficiales de policía e hiriendo a muchos otros. Nunca se supo quién fue el culpable, y aparentemente las autoridades se esforzaron poco en descubrirle. Por el contrario, se emitieron inmediatamente órdenes de arresto contra todos los oradores del mitin de Haymarket y otros anarquistas destacados. Toda la prensa y la burguesía de Chicago y del país entero, empezaron a clamar por la sangre de los prisioneros. La policía dirigió una verdadera campaña de terror, apoyada moral y financieramente por la Cítizens’ Association, para promover su plan criminal de deshacerse de los anarquistas.
La opinión pública estaba tan excitada por las historias atroces que hacía circular la prensa en contra de los líderes de la huelga, que un juicio justo se hizo imposible. De hecho, el juicio resultó ser la peor maquinación de la historia de los Estados Unidos. El jurado fue seleccionado para que declarara culpables a los acusados; el fiscal del distrito anunció ante la audiencia pública que no sólo los arrestados eran los acusados, sino que también «la anarquía estaba en juicio» y que debía ser exterminada. El juez censuró repetidamente a los prisioneros desde el estrado, influyendo al jurado en su contra. Los testigos fueron aterrorizados o sobornados, con el resultado de que ocho hombres, inocentes del delito del que se les acusaba, y de ninguna manera en relación con él, fueron declarados culpables.
El estado en que se encontraba la opinión pública y el prejuicio general contra los anarquistas, unidos a la enconada oposición de los empresarios al movimiento por la jornada de ocho horas, constituyeron la atmósfera que favoreció el asesinato judicial de los anarquistas de Chicago. Cinco de ellos —Albert Parsons, August Spies, Louis Lingg, Adolph Fischer y George Engel— fueron sentenciados a morir en la horca; Michael Schwab y Samuel Fielden fueron condenados a cadena perpetua; Neebe recibió una sentencia de quince años. La sangre inocente de los mártires de Haymarket clamaba venganza.
Al final del discurso de Greie supe lo que ya había imaginado: los hombres de Chicago eran inocentes. Iban a morir por su ideal. ¿Pero cuál era su ideal? Johanna Greie había hablado de Parsons. Spies, Lingg y los otros como socialistas, pero yo ignoraba el verdadero significado del socialismo. Lo que había oído de los oradores locales me había parecido insípido y mecanicista. Por otra parte, los periódicos llamaban a estos hombres anarquistas, lanzadores de bombas. ¿Qué era el anarquismo? Todo era muy intrigante, pero no tenía tiempo para mayores contemplaciones. La gente estaba ya saliendo y me levanté para marcharme. Greie, el presidente y un grupo de amigos estaban todavía en la tribuna.
Según me giraba hacia ellos, vi a Greie que se dirigía hacia mí. Me sobresalté, el corazón me latía violentamente y parecía que tenía los pies de plomo. Cuando me acerqué a ella, me cogió la mano y me dijo: «Nunca vi un rostro que reflejara tal tumulto de emociones. Debe de estar sintiendo la inminente tragedia intensamente. ¿Conoce a los hombres?» Con voz temblorosa le respondí: «Desafortunadamente no, pero siento lo sucedido con cada fibra de mi ser y, cuando la oí hablar, me pareció como si los conociera». Me puso la mano sobre el hombro. «Tengo la impresión de que los conocerá mejor según aprenda su ideal, y de que hará suya su causa».
Fui hasta casa como en un sueño. Mi hermana Helena ya estaba dormida, pero yo tenía que compartir mi experiencia con ella. La desperté y le conté toda la historia, citando el discurso casi literalmente. Debí de estar muy dramática, porque Helena exclamó: «Pronto oiré decir que tú también eres una anarquista peligrosa».
Unas semanas más tarde tuve ocasión de visitar a una familia alemana que conocía. Los encontré muy agitados. Alguien de Nueva York les había enviado un periódico alemán, Die Freiheit, editado por Johann Most. Trataba de los sucesos de Chicago. El estilo casi me dejó sin aliento, era tan diferente de lo que había oído en los mítines socialistas, incluso del discurso de Johanna Greie. Parecía un volcán despidiendo llamaradas de burla, desprecio y desafío: alentaba un odio profundo hacia los poderes que estaban preparando el crimen de Chicago. Empecé a leer Die Freiheit regularmente. Mandé a pedir todos los libros anunciados en el periódico y devoré todo lo que caía en mis manos sobre anarquismo, todo lo publicado sobre aquellos hombres, sus vidas, su trabajo. Leí sobre su postura heroica durante el juicio y su maravillosa defensa. Sentí que un mundo nuevo se abría ante mí.
Aquello que todo el mundo temía, pero que esperaban que no sucediera, ocurrió. Ediciones extra de los periódicos de Rochester traían la noticia: «¡Los anarquistas de Chicago habían sido colgados!»
Estábamos destrozadas, Helena y yo. Mi hermana estaba completamente trastornada; no dejaba de retorcerse las manos y llorar en silencio. Yo estaba como pasmada, paralizada, no podía ni llorar. Por la tarde fuimos a casa de mi padre. Todo el mundo estaba hablando sobre los sucesos de Chicago. Yo estaba totalmente abstraída en lo que sentía como una pérdida personal, cuando oí a una mujer reír groseramente. Con su voz chillona dijo con desprecio:
«¿Qué es todo este lamento? Los hombres eran asesinos. Se merecían que los colgaran». De un salto me agarré al cuello de la mujer. Nos separaron. Alguien dijo: «Esta muchacha se ha vuelto loca». Conseguí soltarme, agarré una jarra de agua de la mesa y se la tiré a la cara con todas mis fuerzas. «¡Fuera, fuera —grité—, o la mato!» La mujer, aterrorizada, fue hacia la puerta y cayó al suelo en un ataque de histeria.
A mí me llevaron a la cama y dormí profundamente. Al día siguiente me desperté como de una larga enfermedad, pero liberada del entumecimiento y la depresión de aquellas semanas de espera angustiosa y que habían tenido tan terrible final. Tuve la clara sensación de que algo nuevo y maravilloso había nacido dentro de mí. Un gran ideal, una fe ardiente, una determinación a dedicarme a la memoria de mis compañeros martirizados, a hacer mía su causa, a hacer que el mundo conociera sus vidas llenas de belleza y sus muertes heroicas. Johanna Greie fue más profética de lo que quizás ella misma había imaginado.
Estaba decidida, iría a Nueva York a ver a Johann Most. Él me ayudaría a prepararme para mi nueva tarea…